El sistema pretende convertirnos en hormiguitas que van y vienen sin pensar en nada, transportando la comida para mantener a la reina. Estos insectos se guían por señales químicas. En nuestra sociedad, dichas sustancias químicas son la publicidad y los engaños que vemos constantemente en la caja tonta. Pretenden desviar nuestra atención con cortinillas de humo. Intentan transformarnos en soldados que van al frente y, sin contemplaciones, estallan con la primera bomba.
Entérate bien sistema, yo pertenezco a ti por ser un homínido al que la evolución ha hecho crecer un cerebro hasta limites poco habituales, pero te tengo calado. No soporto tus anuncios engaña bobos, por eso, consumo escasamente cuando voy de compras. Pienso y escribo todo lo posible, para recordarme a mi mismo lo enrevesado de tu naturaleza manipuladora.
Algún día, me sentaré en el centro de una sala casi desierta, en donde estaré únicamente yo entre la comodidad de una inerte silla, una estantería con mis diarios, la culminación del vacío mental y el silencio en su naturaleza más pura. Ese día, solitariamente, limpio de pensamientos artificiales provenientes de la infame sociedad, empezare a leer mis palabras pasadas y recapacitare sobre mi vida. Si llegaré a alguna conclusión o no, eso estará por verse.
Escribo para tener presente lo que he sido,lo que soy y lo que seré, sin tener que justificarme, sin buscar excusas por esto o aquello que hice o dejé de hacer. Nunca fui ambicioso. Nunca quise aparentar nada, solo ser yo, un cuerpo humano de brazos y piernas movibles que vive y dejar vivir, como debería de ser siempre.
Supongo que he logrado domesticar al animal que ruge en mi mente. Lo he calmado plausiblemente, dándole de comer la carnaza que él desea: conformismo temporal. Es lo que sucede cuando el domador y el instinto salvaje del animal comparten tanto tiempo, que acaban entendiéndose y compenetrándose.
La monotonía sacude a esta mañana del último domingo de septiembre. Vierto el café en un vaso de cristal y me lo bebo fumando un cigarrillo de liar. Admiro por la ventana los llamativos verdes y amarillos del llano del ejercito, colores propios de la clorofila de los árboles y, más abajo, de la maleza agreste. Todo, en su conjunto, se zarandea al son del viento y es rodeado por el gris del asfalto, los edificios y el cielo, nublado y amenazante, con ganas de llorar un poco.
Os voy dejando. Parece que el cielo se va aclarando, como si el viento le estuviese robando las nubes para sustituirlas por una bóveda lisa y azulada que se va haciendo visible lentamente.
Su pelo es como un suave cielo nublado de cirros resbaladizos que se mueve con gracia y elegancia. No en vano, tocarlo es similar a arrullar la bóveda celestial, pasando los dedos por entre sus rizos como si con las nubes a mi antojo pudiese jugar. Si, es ella, la misma que he nombrado una y otra vez por entre estas paginas, año tras año, día a día, silenciosamente, como si fuese un secreto constante y omitido al que solo mirar desde la lejanía me estaba permitido, deseándola con un anhelo tan poderoso como la mismísima fuerza de la gravedad. Esa gravedad de la que hablo, siempre atrayéndome hacía a ella, ahora me mantiene pegado a su cuerpo de sinuosos valles y bellas colinas. Ese anhelo al que me refiero, fruto maduro de forjar el largo paso del tiempo con una afluencia infinita de sonrisas, enmudecimientos y conversaciones. Ausencia de palabras que no pueden cumplir su cometido. Impotencia de un corazón que ha vibra...
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