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DIARIO DE UN CABESTRILLO

Crack (01/08/13): ... no tardamos ni cinco minutos en irnos al agua. Me ducho y me tiro de cabeza. Es un gran placer bucear bajo el frescor que proporciona este líquido tan vital para nosotros. Lucia esta chapoteando, David nos hace ahogadillas y Elena más de lo mismo. Es cuando esta última nos pica para que nosotros, los tocayos, echemos una carrera a croll.

Nos orientamos hacia el ancho de la piscina. Elena cuenta hasta tres y nos impulsamos con virilidad en el bordillo para cruzar la ida de la competición casera. Vamos rápido, con brazadas potentes que lanzan bastante agua hacia la superficie. Cuando llegamos al otro bordillo, miro a mi izquierda un segundo y veo que estamos empate. Sin detenerme ni pensarlo, turbado por la carrera, saco el brazo derecho del agua, toco el bordillo y giro el cuerpo para propulsarme con las piernas. Es cuando sucede lo que nunca hubiera imaginado. ¡CRACK! Y un dolor indescriptible se apodera de mí. Me detengo en el acto chillando y me mantengo a flote agarrando el bordillo con mi mano izquierda. Así, entre terribles sufrimientos que provienen de mi hombro derecho, recorro el bordillo por dentro de la piscina y logro subir por la escalerilla. Para entonces, estoy fuera de mí, gritando de dolor y diciendo, entre balbuceos, que tengo algo grave en el brazo. Los socorristas se abalanzan y logran inmovilizarme el brazo derecho. Tengo el hombro totalmente salido de su lugar, con un pronunciado bulto en los músculos de esa zona. Giro el cuello y aprecio la enorme deformidad, con mi humero aplastado contra la carne. Este es el dolor más intenso que he sentido en mi vida, y todavía queda lo peor.

Hay una mujer madura que me recuerda a mi madre, pues tiene mi brazo inmovilizado entre sus manos y me acaricia la frente y la nuca para tranquilizarme. Otro socorrista, mucho más joven e inexperto, mira la estampa desde medio metro. Después, dispuestos en semicírculo, están los típicos chavales adolescentes y niños que jugaban en la piscina, ahora dispersos a mi alrededor y sintiendo mi dolor. Es lo que tienen las neuronas reflejo.

Intento hacer lo que la socorrista me pide, respirar lenta y profundamente.

Todo es confuso y la mujer esta analizando la lesión. Es una luxación grave del hombro. El dolor se hace más soportable con el brazo en esa posición y consigo relajarme un poco, pero me sobrevienen los espasmos en el músculo y me desgarran, como si una fusta de mil cuchillos me azotara por todo el cuerpo. Prefiero la muerte a este dolor tan agudo.

Escucho a la mujer decir que tienen que reducirme el hombro. Hace cinco minutos que llamaron a la ambulancia.

Inspiro y expiro. Me viene otro espasmo y mi boca se abre como una cueva gigante para desgañitarse y volver a callarse.

Durante los siguientes veinte minutos, podría haberme desmayado, pero eso no sucede. Estoy blanco como la nieve, pero despierto. Aguanto el dolor, emitiendo en cada espasmo gritos que alcanzan toda la urbanización. Mi mueca es terrorífica. La gente de alrededor esta alucinando, como si también pudieran sentir parte de mí tortura. Estoy transmitiéndoles mi aflicción. Sin duda, estos 25 minutos son los peores de mi existencia, al menos, que yo recuerde.

A la media hora no aparece la ambulancia. Un hombre de la urbanización, fisioterapeuta y experimentado en estos casos, aparece y se acerca. Le llaman Nano. Lo primero que hace es asumir el control. Dobla una toalla amarilla varias veces y la mete en mi axila. Van a moverme, y el pánico se apodera de mí unos segundos. El dolor, en cada paso lento que me hacen dar, es angustioso. ¿Cómo pensar en el calvario que estoy viviendo en este instante cuando hace media hora estaba repleto de vitalidad sobre la bici? Así es esta puta vida, y así son nuestros cuerpos, frágiles como cristales de un milímetro de grosor.

Me llevan al césped, a lo plano. Lenta y articuladamente, guiado por el nuevo líder, me pongo de rodillas, me siento y termino tumbándome de espaldas. La hierba se refriega contra mi piel. Escucho una voz pidiéndome que me tranquilice.

No se si pierdo el miedo porque este hombre me da confianza o me dejo llevar, porque ya permito que hagan lo que quieran hacer conmigo. Nano, rapado y fibrado, me estira el brazo sobre el césped y observa la lesión. Al principio, no es capaz de encajarme el brazo, y dice que esta más que salido. Después, noto como mete su rodilla en mi axila y me coge la tullida extremidad con sus dos fuertes manos. Ese es el momento. Me gira el brazo bruscamente y un chasquido colosal de huesos anuncia el éxito. Todo el hombro me cruje, pero queda colocado. El dolor empieza a suavizarse. Esto es mejor que un orgasmo, anuncio, y los de alrededor se ríen. Es increíble, pero no he perdido el humor.

Me quedo tumbado en el césped. El hombro continúa doliéndome mucho, pero es un dolor que ya me permite existir. Pido un cigarro y le doy unas caladas. La ambulancia llega y viene solo con dos conductores, sin médicos. Ahora, estoy verdaderamente agradecido al fisioterapeuta. Si no fuera por él, tendría que haber ido hasta el hospital Gregorio Marañon con el hombro salido. No quiero ni pensarlo.

Sujetándome el brazo y acompañado por Elena y los dos conductores, salimos de la piscina subiendo la rampa y llegamos a la ambulancia. Uno de ellos, Elena y yo nos sentamos en la parte de atrás y el otro se pone a conducir. Lo cierto es que jamás me habían llevado en ambulancia. Empieza a sonar la sirena y cruzamos las calles de Madrid a toda velocidad.


Primeras 48 horas (03/08/13): las primeras horas son malas, sin duda, pero no las peores. El cabestrillo me aprieta el brazo contra el cuerpo y lo mantiene inmovilizado. Como si en mi cerebro se hubiera iniciado algún proceso interno e inconsciente, comienzo a usar la mano izquierda con algo de más soltura. Nunca hubiera imaginado que podría ser tan hábil, pero el tener inutilizada la extremidad derecha me impulsa a trabajar mejor con la izquierda. Parece algo mágico, artificial, pero de esta manera, voy funcionado, a veces muy torpemente, a veces menos.

Al principio, uno no es consciente de que esta verdaderamente tullido. La realidad se hace palpable cuando, por ejemplo, me como un yogurt y tengo que concentrarme para meter la cucharita con la mano izquierda y llevarla a la boca. Es todo un proceso que, anteriormente a la lesión, se producía de manera autómata, pero ahora tengo que concentrarme para no acabar pringado hasta las cejas.

A las pocas horas, pongamos por ejemplo, veinte, empiezan a llegar los malos momentos: el cabestrillo pica y te hace rozaduras. Vas a cagar y descubres que limpiarse el culo con la mano izquierda es un nuevo mundo, más complejo de lo que hubieras podido imaginar. Afloran los primeros momentos de desesperanza y desilusión: te das cuenta de que vas a estar un mes entero así, y que después, llegara la rehabilitación. Lo peor es pensar que igual jamás se te recupera del todo el hombro, que se te puede volver a salir con más facilidad y que no podrás hacer deporte hasta, como mínimo, pasados cuatro meses, aunque todo depende de cada persona y su fortaleza física. Siempre he confiado en mi esqueleto, grande, indestructible, rudo y robusto, pero eso no es suficiente para que no falle nunca.

Hay momentos de agobio, de intentar lanzar el brazo derecho, por costumbre, para coger algo y encontrarte con la muralla del cabestrillo y, sobre todo, del dolor del hombro lisiado.

Durante estas primeras 48 horas, el hombro me duele mucho en cualquier posición: sentado, de pie, tumbado… da igual, la molestia siempre esta ahí, quemándome el hueso que anda en reposo, recuperándose.

No tienes muchas ganas de salir de casa, porque sabes perfectamente que te seguirá doliendo y que serás una carga pesada y herrumbrosa para tu acompañante.

Intentas apartar el maldito cabestrillo, que te hace sudar a mares y te mantiene la axila pegada y maloliente, cetrina. Tras varios intentos procurando que corra el aire por las zonas tapadas o taponadas, terminas comprendido que no vale la pena hacer nada, ya que el brazo volverá a su posición y el sudor continuara molestándote.

No llevo demasiado bien el no poder rascarme con facilidad. Tengo que refregarme por las paredes para aliviar algunos picores. Te sientes realmente inútil, inservible.

Te asomas por la ventana y ves que el día es claro y soleado. Piensas en la bici, salir a correr o, simplemente, dar un paseo por el parque. ¿Para que? El dolor te mantiene de mal humor y hay pocas cosas, o ninguna, que puedan aplacar tu ira e impotencia.

No puedes limpiar o fregar los cacharros. En mi caso, me siento una basura al ser incapaz de ayudar a Elena, que me cuida mucho, dándome las pastillas e intentándome animar. No se si se aburrirá de estar aquí, pero si se da el caso, la entendería perfectamente.

El sexo es casi inexistente. Intentas adoptar alguna posición en la que no haya que mover el brazo, pero al acelerar las embestidas, te termina atacando ese dolor que ahora aceptas como compañero insistente e inalterable. Tampoco puedo hacer un cunilingüiis a mi novia… me destrozaría el hombro con sus espasmos finales.

Para la ducha, Elena me ayuda a liberarme del cabestrillo y me quito los calzoncillos con cierta dificultad. Después, abro el grifo y el agua templada me alivia en parte. La desesperanza me ataca cuando intento mover el brazo en cualquier dirección y noto que, sencillamente, no puedo. Dolor y más dolor. Termino de limpiarme y me pongo unos calzoncillos nuevos. Solo queda encajar el puto cabestrillo de nuevo. Lo odio a muerte y solo llevo dos días con el.

Te levantas con el dolor y te acuestas con él. Para dormir, fumo marihuana y acabo cayendo en la cama rápidamente. Estoy seguro del todo de que si no fumara porros no dormiría nada de nada. Eso seria mucho peor, pues me convertiría en un zombi tullido y, si es posible, más malhumorado.

Son las 13:04 de un sábado de agosto. Aproximadamente, hace dos días, estaba en la piscina disfrutando del Sol y del agua cristalina. Fue entonces cuando sucedido lo del hombro. Joder, pensar ahora en todo ese dolor hace que aparezcan por mi cuerpo escalofríos. ¿Cómo puede soportarlo? Recordándolo fríamente, se instala en mi cabeza la imagen de un héroe súper resistente y valiente que hizo un mal giro y terminó convirtiéndose en un impedido de axila putrefacta y mal oliente.

Ahora, he de dejaros, pues el hombro me duele si escribo demasiado. Os mando saludos desesperados.


72 horas (04/08/13): la definición en la RAE de cabestrillo es la siguiente: “Banda o aparato pendiente del hombro para sostener la mano o el brazo lastimados”. Mi diccionario particular, que viene formándose paulatimanente con cada vuelta transitoria que da la Tierra alrededor del Sol, rezaría así: “Trozo de material elástico, molesto y resudado, de tacto suave, que produce urticaria por el velcro de sujeción y mantiene a la persona que lo lleva en un estado general de ira y envidia”.

Sobre la ira no hay que explicar demasiado: la sensación que tengo de impotencia me lleva a la furia interna, de fácil acceso.

Sobre la envidia, os contare que es sana y natural. Ese sentimiento me llega cuando veo la tele y observo como la gente nada en el agua del mar o hace cualquier gesto que implique el uso del hombro. No os imagináis cuanto añoro a mi hombro sano. Daría casi cualquier cosa por recuperarlo y, por ende, retomar la normalidad de mi vida.

Hoy, llego a las 72 horas de cabestrillo y el hombro continúa doliéndome bastante. El acto de curación produce un dolor que bien podría describir a la perfección como un calambre constante que va desde el interior hacia el exterior. Me recuerda a cuando era niño y me dolían las rodillas por el crecimiento. Eso si, habría que multiplicar ese experiencia negativa sensorial por tres o cuatro.

Ayer, me quede levemente dormido a la hora de la siesta. En el sueño, un tanto ajetreado, debí de perder algún objeto fantasioso que se caía de mis manos, siendo arrastrado por la gravedad. En el mundo onírico, me sentía descuidado y agobiado, por lo que intenté recuperar, con gesto veloz, dicho objeto. El resultado fue obvio. En el mundo real, repantigado en mi sofá, lance el brazo derecho hacia el frente, claro reflejo del sueño, y recibí una ráfaga de dolor exquisito que recorrió toda mi extremidad malsana. El cabestrillo se impuso a la inercia y así, se evitaron daños mayores. A partir ahora, soñar se convierte en una aventura que puede dañarme. ¿Matrix?

A veces, logro consolarme mentalmente, resignarme y permanecer quieto durante bastantes minutos.

A veces, me sobreviene una euforia mental animosa y desearía arrancarme de cuajo todo el sistema nervioso central. Seria la única forma humana de dejar de sentir tanto dolor perenne. Pensándolo bien, haciendo eso dejaría de sentir cualquier cosa, fuera positiva o negativa. En otras ocasiones, mis ansias de libertad física dibujan en mi imaginación una escena utópica, en la que puedo destrozar el cabestrillo de un fuerte tirón, arrojarlo vehementemente a un fuego fatuo y alejarme de allí dando vueltas de campana y comprobando que mi brazo gira perfectamente.

A veces, me refugio en mi imaginación para que esta espera tan larga sea menos hiriente y real.

Después de tres días, todavía no me adapto del todo a este cabestrillo que ahora domina mi existencia. Me cuesta comer, y lavarme los dientes es un proceso lento que me disgusta: no puedo apretar el cepillo como antes lo hacia y la precisión para llegar a las muelas es inferior, muy inferior, a la que lograba con mi mano buena. Supongo que con el tiempo, me iré acostumbrando a esto y a lo que este por venir.

Duchándome he descubierto que mi codo se esta atrofiando por el desuso. Con el agua recorriendo mi piel sudada, intento desdoblar el brazo, pero me resulta complicado e incluso doloroso. Me imagino que todo esto se solucionara con la rehabilitación.

Son las 13:36 y voy a salir con Elena de casa. Iremos al retiro y tomaremos una hamburguesa. Todo sea con tal de que me de un rato la luz del Sol. Igual, hasta me animo un poco… nunca se sabe.


120 horas (06/08/13): el dolor de brazo, estando inmóvil en el cabestrillo, se suavizó o desapareció casi por completo desde ayer. Fue todo un alivio levantarme y comprobar que mi hombro estaba sanando con relativa premura.

Hoy, se cumplen cinco días encadenado al cabestrillo endiablado. Todavía no me he acostumbrado a él, y pienso que eso no sucedería aunque tuviera que llevarlo toda una década.

Los días van pasando entre Enantyum, Paracetamol de un gramo y protectores para el estomago. Parezco un viejo tragando pastillas para el puto dolor, y eso que las odio a muerte. Supongo que me estarán ayudando a sanar. Respecto a esto, se perfectamente que el cuerpo se cura solo, pero es lo que mi medico de cabecera me ha mandado.

Veo mucho cine y me estoy leyendo tres libros a la vez.

Como el brazo me duele menos, comienzo a usarlo inconscientemente. Sospecho que mi mente siente la sensata necesidad de recuperar la extremidad que antaño funcionaba tan precisa y adecuadamente. De repente, me veo fumándome un cigarro con la mano derecha y cogiendo cosas que van pesando bastante, como libros o botellas de agua. A veces, me percato de que estoy abusando del hombro lesionado. En otras ocasiones, sigo realizando los quehaceres como si todo estuviese bien. No puedo evitarlo.

En general, muevo los dedos y giro el antebrazo dentro del cabestrillo. Imagino que la atrofia me atacara menos si empiezo a realizar algún que otro ejercicio, aunque sea sencillo. En la ducha, estoy a punto de lograr extender el brazo casi por completo. Lo hago con mucho cuidado, lentamente, y lo repito varias veces. Cada avance que realizo es como si fuese alcanzando, poco a poco, la cima del monstruoso Everest. No quiero lesionarme más. Seria como volver al principio, es decir, descender al infierno que el sufrimiento trae consigo, y me niego. Por eso, todas las veces que hago algún ejercicio, extremo las precauciones. Lo que no soy capaz de hacer, es separar el brazo de mi cuerpo, por lo que mi axila continua resudada e inerte. En todo caso, logro empujar la extremidad con la mano izquierda y así alivio brevemente las humedades de dicha concavidad macilenta.

Todo el mundo me acojona con que tenga mucho cuidado: que si el brazo tiende a volver a salirse, que si te terminan operando el hombro, que bla bla bla. La primera es mi madre, preocupada por el estado físico de su retoño más joven. Sinceramente, me da igual lo que me digan. Confío en mi y se que saldré de esta con voluntad y esfuerzo. Además, voy a realizar toda la rehabilitación que pueda y el hombro no volverá a moverse de su sitio jamás. Doy mi palabra de que regresare al parque con mis ágiles piernas. Recorreré cientos de kilómetros con la bici y retomare las pesas, con o sin mega hombrera…. Elena quiere comprarme una para cuando retome el deporte. ¡Joder! Nací en los ochenta y sobreviví sin ir al medico, comiendo galletas de mi madre y sorteando las de mi padre. Lo que quiero decir es que en los ochenta todo era mucho más sencillo y, por lo tanto, éramos más felices que los niños de ahora.

Estoy deseando recuperar mi ala rota y salir volando, como si fuera un pájaro que ha recuperado sus ansias por vivir, emitiendo alguna preciosa melodía mientras asciende y desciende por las corrientes de aire.

Solo intento alcanzar mi forma natural. Hablo de mi optimismo y mi alegría, es decir, la esencia que siempre me ha definido.

216 horas (10/08/13): en mi mente, se esta produciendo una gran chacota, ya que el vigor, extraviado, sumergido y ahogado nueve diez días atrás en aquellas aguas cloradas que bien recuerdo con detalle, esta regresando a mi hombro a empellones, de cara, como la verborrea de un diplomático charlatán que recupera su venenosa voz tras una ronquera aguda y enmudecedora.

Imaginando, vislumbro la fuerza perdida del hombro, siendo zarandeada en las corrientes inferiores de la piscina. Extraviada y confusa, esa energía sortea los pies de los bañistas e intenta, sin éxito, subir por las resbaladizas paredes hasta el bordillo, pero todavía se siente demasiado febril y extraña en el nuevo ambiente acuático. Lentamente, mi energía se va fortaleciendo, obteniendo ímpetu de entre los chapoteos, risas y ágiles saltos de los allí presentes, hasta llegar a un punto en el que se concentra, toma impulso contra el fondo y sale disparada con mayor brío, apeando el agua y surcando el aire en busca de su dueño, es decir, mi hombro. Ha tardado más de una semana, pero ha vuelto a mí y lo agradezco como ningún lector podría imaginar.

De improviso, me doy cuenta de que llevo comiendo más de diez minutos con el brazo derecho, sin pensarlo, con aire cándido y concluyente. Entonces, caigo en la cuenta de que no me duele nada, y pienso en que, cuatro días atrás, este movimiento, de abajo a arriba, era irrealizable con mi extremidad aletargada por el padecimiento. Ese instante de claridad mental recompone la realidad, y traspaso el tenedor de la mano derecha a la izquierda para terminar el almuerzo desde mi lado zurdo. Como ya dije, no quiero forzar el hombro. Al estar recuperando mi mano buena, la izquierda parece lenta y zopenca.

A todas horas, mi brazo derecho intenta, involuntariamente, sin mi previo consentimiento, salirse del cabestrillo que lo retiene y envilece, o, más concretamente y debido a las circunstancias, que procura hacerlo. Es como si hubiera recobrado la vida y quisiera hacer uso de ella: me veo abriendo la puerta de la nevera con el brazo revitalizado, cogiendo al gato para acariciarle, descendiendo todo el miembro para rascarme el culo, o doblándolo para aliviar los picores de la espalda. Lavarse los dientes ya no es una odisea, y la mano izquierda descansa y contempla como la derecha compone las delicias de las agradecidas encías. Girarme en la cama no implica rozar el infierno, aunque continuo durmiendo en las dos posiciones iniciales: boca arriba o apoyado sobre mi lado izquierdo. Intento colocarme sobre el lado derecho, pero aun es pronto y las molestias serían inevitables. Hoy mismo, me coloqué boca abajo durante un rato. Intuyo que pronto podré descansar de esa manera, muy gozosa para mí.

A veces, con decisión, me arranco el cabestrillo y empiezo a mover el brazo, sobre todo, de atrás a adelante. A día de hoy, también puedo estirarlo y girar el antebrazo un poco. Eso si, todos los movimientos están limitados por el dolor, que florece como una señal de stop para avisarme del los peligros que viajan por mis autopistas nerviosas. Sutilmente, soy capaz de levantar toda la extremidad hacia el lado, como haría un pájaro con su ala recompuesta, y así, libero momentáneamente la axila del entumecimiento. Este movimiento es el más complicado para mí, tanto como alzar el brazo, estirado, hacia delante, semejante a la posición típica del zombi estándar al caminar guiado por el aroma de la carne viva del cerebro humano.

Prácticamente, me quito y me pongo las camisetas solo. En la ducha, soy capaz de usar mi brazo derecho para frotarme con la esponja la parte izquierda del cuerpo. Llego incluso al miembro viril, agradecido al reconocer a su vieja amiga, diestra y precisa en las labores de limpieza. Para lavar las piernas continuo utilizando la mano zurda.

Hace dos días que abandoné el paracetamol, simultáneamente con la reducción del dolor. Ahora, solo tomo Enantyum cada ocho horas y me va muy bien. Espero dejar de tomar pastillas lo antes posible.

Antes de ayer, estuve en el traumatólogo y, para resumirlo, escribiré que no me hizo absolutamente nada. No saco el brazo del cabestrillo y no lo toco en ningún momento. La buena noticia es que me ha quitado una semana de cabestrillo: de cuatro he pasado, en un santiamén, a tres. Imagino que me vio alegre y animado, porque así estaba en la consulta, feliz por la mejoría lograda. También, me comentó que comenzara a mover el brazo de atrás a adelante. Eso hago cada día, al despertar: mi propia rehabilitación.

Estoy contento y victorioso, pues empiezo a creer que, mucho antes de lo que había elucubrado, estaré recuperado. Una sonrisa de colosas proporciones ronda mis muecas y espera encajar para quedarse acomodada, como antaño sucedía.


528 horas (22/08/13): este amasijo de telas y velcros ya forma parte de mí, como un miembro más, una prolongación de mi cuerpo o, mejor dicho, un acortamiento de mis extremidades. Tarde o temprano, uno acaba resignándose a los acontecimientos y sus consecuencias. Eso me sucede a mí, que a estas alturas, estoy sometido al cabestrillo.

Después de pasar 528 horas o veintidós días anclado al cabestrillo, dicho sometimiento es voluntario, porque con el transcurso de las semanas, lentas, monótonas y pegajosas, voy moviendo más y más el hombro, es decir: tengo que esforzarme por mantenerlo entre las ataduras.

El hombro, la extremidad de mayor importancia para el ser humano, la unión de la clavícula, la escápula y el húmero. La articulación de mayor movilidad. Hoy puedo asegurar, y no por simples y llanas palabras, que el hombro es esencial, omnipresente en cualquier acción, sea sencilla o compleja.

Podría decir que me volví zurdo durante un tiempo. Todo lo hacía con la izquierda e iba perfeccionando las acciones. Elena me preguntaba que como era posible que hiciera tal cosa con esa mano. Yo le respondía que esa agilidad venía sola, por pura necesidad.

Hubo un punto que marcó un antes y un después, una línea limítrofe, un ecuador, como el cuello cilíndrico de un reloj de arena por donde se suceden los granos para contar el paso del tiempo. A partir de aquel entonces, todo fue a mejor.

A los dieciséis o diecisiete días desde la lesión, comencé a utilizar la mano derecha nuevamente. Me vestía, incluyendo la camiseta, que era lo más doloroso y difícil, totalmente solo. Me lavaba los dientes con mi mano buena. Al principio, terminaba doliéndome el hombro, así que lo sujetaba con la mano izquierda y continuaba. Después, por mucho que frotara mis encías, no me dolía.

En la ducha todo estaba cambiando. Me limpiaba la parte izquierda del cuerpo como antaño, con la mano derecha. Podía doblar el brazo con menos esfuerzo. El codo había comenzado a dolerme y notaba como si tuviese ahí un cartílago suelto o algo parecido, pero nada de esto me impedía doblarlo para ir sacándolo de la atrofia. También, lograba levantar el ala tres o cuatro centímetros para lavar la axila entumecida.

Me había salido una erupción por la frente, el brazo derecho y parte del pecho, una amplia ristra de granos rojos que se alimentaban del jodido Enantyum. Ya no fumaba porros, pero estaba somnoliento por dicha pastilla.

Durante los últimos días, me quitaba más veces el cabestrillo y lo aparataba de mi vista. Éste parecía un revoltijo de telas que, por el continuo “quita y pon”, ya no mantenían el velcro tan sujeto. La finura de la textura estaba salteada de pelusas y moteada de colores. Esto último era debido a que Elena me firmó en los primeros días con un rotulador cuya tinta se había mojado y corrido por toda la pieza principal del cabestrillo.

El día 20 de agosto, me quité la tira que mantenía el brazo unido a mi cuerpo, esa misma que se pegaba con velcro al codo, rodeaba mi cintura y terminaba su recorrido en una argollita de plástico que quedaba a la altura de la muñeca. Para resumiros: la parte del cabestrillo más molesta. La lance al sofá y no volví a ponérmela jamás… perdón, tan solo una vez más, el día en que me tocaba ir nuevamente al traumatólogo, es decir, hoy mismo.

Hoy, veintidós de agosto, despierto tarde, sobre las doce. Como cada día, me tomo la pastilla, muevo un poco el brazo y compruebo como los granos se han afianzado a mi piel: duelen y son desagradables. El codo parece estar peor. Cuando lo apoyo, siento que no esta demasiado bien y la aflicción vuelve a mí.

A las dos menos diez, me tienen que hacer una nueva radiografía, pues tengo cita con el traumatólogo a las 15.45.

Son las 13.20 y no encuentro la maldita tira del cabestrillo, si, aquella de la que decidí prescindir hará un par de días. Busco bajo la cama, en las estanterías, la mesa… nada de nada. Me agobio un tanto. La casa esta algo desordenada y eso dificulta la tarea. Al final, a las 13.30, muevo el sofá y la hallo detrás, hecha una bola y olvidada en las profanidades de las sombras, en donde solo suele morar Hanki, mi felino blanco. Me coloco todo el cabestrillo minuciosamente y salimos de casa.

Elena conduce y ha mejorada. Vamos a Pavones y subimos a la segunda planta. Al ser verano, el hospital parece desierto… toda una suerte.

No tardan ni dos minutos en llamarme. Es una enfermera morena y simpática. Entro en la sala de radiografías y me coloco en la inmensa maquina, pegando la espalda a la plancha. Me sacan dos “fotos” y esperamos fuera a que las “impriman”. La espera es corta y salimos del hospital con el sobre marrón cerrado. Espero que todo este bien.

Almorzamos en un chino cercano. Me pongo hasta el ojal de arroz tres delicias, sopa de huevo (con una hoja de lechuga verde que saco del bol por tener mala pinta), ternera con verdura, pan chino, etc. No se si es mi percepción o es que este restaurante chino es cutre, en donde los camareros no sonríen o no saben hacerlo.

A las 15:30 regresamos al hospital, esta vez, a la planta primera. En la sala de espera, leo un rato y escucho el rugido de una maquina que, probablemente, esta rajando una escayola para liberar un brazo ya sanado. A los pocos minutos, una niña sale cogiendose el brazo e intentándolo doblar por primera vez en mucho tiempo. La observo durante unos instantes y me llaman para que entre.

Estoy frente al traumatólogo, la persona que menos debe de trabajar del hospital. Le entrego el sobre y saca las dos radiografías para ponerlas en una superficie blanca y lumínica, justo detrás de el.

“Mmmhhhh, esta muy bien”, asegura mirándolas durante diez segundos. “Te quitas el cabestrillo y empiezas con la rehabilitación”, termina diciendo. Como es costumbre, no me toca el brazo en ningún momento, ni lo contempla. Pregunto por el dolor del codo y farfulla que es normal, por la atrofia. Me da dos cutres fotocopias con los ejercicios de rehabilitación y me manda a casa.

Esto es todo y, sinceramente, estoy algo decepcionado. No me asignan un fisioterapeuta ni iré al gimnasio para rehabilitar. Sencillamente, me vuelve a dar cita para dentro de un mes. Estoy más que cansado del abandono al que estamos expuestos en esta seguridad social tan maravillosa…

Llego a casa y, al fin, desengancho los velcros del cabestrillo y me despojo del mismo. Esta vez, definitivamente, o eso espero. Acto seguido, lo guardo en el mueble del salón. Espero olvidarlo para el resto de mi vida.

La pesadilla, la sorpresa negativa o la conmoción me sobrevienen cuando, al atardecer, intento hacer el primer ejercicio de rehabilitación y un intenso latigazo de dolor me destroza el hombro. Es horrible y me vuelvo a sentir inútil. ¿Cómo voy a hacer todos esos ejercicios, cada uno más complicado que el anterior, solo y sin ningún tipo revisión medica? Parece que todo por lo que había pasado era lo peor, pero en realidad, lo más complicado empieza ahora.


Rehabilitación (01/09/13): la estantería blanca de la archiconocida empresa en donde uno tiene que hacerlo todo absolutamente, desde servirse hasta montar los muebles, me es útil para ir confirmando como la rehabilitación, a ritmo más que lento, va cumpliendo con su cometido.

Dicha estantería esta formada por ocho estantes, todos y cada uno de ellos a diferentes alturas. Los que me conciernen son los que van desde mi cintura hasta la proximidad del techo.

El primer día de la rehabilitación fue aterrador tanto física como mentalmente. Llegue a casa y, feliz, me quite el cabestrillo. Pronto me propuse hacer los ejercicios, desde el primero hasta el último, aun sabiendo que algunos serian más que dolorosos e imposibles para mí.

Posición de partida: En pie, con el tronco ligeramente inclinado hacia delante y los brazos relajados.
Ejecución: Balancear los brazos de delante atrás y viceversa.

Así fue como me coloque según el ejercicio uno ordenaba y lancé los brazos hacia delante… primero, de inmediato, me visitó el señor dolor, y lo hacía en su manera más aguda, como si el hombro fuera a quebrarse mientras era lamido por un fuego vivo que surgiera de las profanidades del núcleo de una estrella mil veces más grande que el propio Sol. Después, tras abandonar humillado el ejercicio, el dolor salio para ser sustituido por la desmoralización. Si éste era de los más sencillos: ¿Cómo diablos iba a hacer los demás?

Mi jodido hombro parecía una supernova estallando en mil pedazos para distribuir los elementos químicos por el universo.

Para entonces, me sentí totalmente abandonado a la intemperie por una seguridad social nefasta e insuficiente. La culpa, como no, de los políticos, que habían recortado el presupuesto de manera radical. Habría que ver al hijo de Rajoy con un brazo fuera… perdón. Jamás veríamos a los hijos de los políticos en la seguridad social. Ellos tienen importantes seguros privados médicos que nosotros pagamos con nuestros impuestos. Es el pueblo el responsable de mantener su alto nivel de vida y sus chanchullos. Es el pueblo el que arrima y no recibe.

Me repuse enseguida y regresé a los ejercicios. Hice lo que pude y terminé la primera sesión de la rehabilitación con el brazo relampagueándome. Me tiraba mucho el hombro, como si fuera a salirse. Lo que peor llevaba era estirar los brazos hacia arriba, como para tocar el techo… no era capaz de levantarlos ni cuarenta y cinco grados respecto al torso. Me quedaba el consuelo de imaginar, una vez más, que poco a poco iría viendo mejorías. Día a día, me tumbaba en el suelo y me esforzaba desmesuradamente en la rehabilitación. Ésta era, sin duda, la salida del laberinto del los tullidos, y yo no lo ignoraba. No tarde demasiado tiempo en sentir que podía estirar irrisoriamente el brazo un poco más allá que en la sesión anterior. Esto, como es lógico, alimentaba mi ánimo y reforzaba mi voluntad para seguir adelante, pese a los espeluznantes dolores.

Al cuarto día, me coloqué frente al espejo y, dolorosamente, subí los brazos en cruz, como Jesucristo en la novena o sexta hora, dependiendo del evangelio que se quiera consultar. (Cuidado con los evangelistas… tengo entendido que le daban al opio antes de escribir sus galimatías, sus cuentos de fantasía ensalzada). Sin clavos, pero con un dolor atroz, comprobé, estupefacto, como el reflejo de mi cuerpo no era simétrico: el hombro derecho se mostraba mucho más levantado que el izquierdo, como si en realidad, todavía no hubiese encajado bien. Eso mismo estaba sucediendo, y por esa razón, no rotaba ni podía elevarlo demasiado.

El sencillo acto de vivir e intentar hacer las cosas con normalidad, usando el brazo derecho, es, sin duda, la mayor de las rehabilitaciones. En la casa de campo de los padres de Elena, nadaba suavemente en la piscina. En casa, la estantería blanca, antes mencionada, marcaba, con sus sucesivos niveles al alza, cuanto iba mejorando. Funcionaba como el saltador con pértiga que iba subiendo el listón y superándolo: al principio, el estante que estaba por encima de mi cintura era casi inalcanzable. Ahora, colocaba todo tipo de objetos en esa tabla e intentaba, involuntariamente, depositarlos en la siguiente.

Poco a poco, sentado en el sofá, lograba controlar mi entorno derecho: acariciar a Elena, coger objetos más lejanos, apartar al gato mordedor, levantar la botella y beber agua, rascarme el cuerpo… todas esas pequeñas cosas que antes pasaban desapercibidas, ahora las realizaba como premio a mi recuperación y me percataba de ello poniéndome muy contento.

Empezaba a conducir con normalidad, metiendo las marchas con la mano derecha. Todo un placer.

Desconozco la fecha en la que conseguí algo importante para mí, un fenómeno que marcó un hito: limpiarme el culo con la mano derecha.

Ha trascurrido un mes desde la luxación y nueve días desde que inicié mi propia y personalizada rehabilitación. A día de hoy, soy capaz, forzando bastante el hombro, de poner objetos en el estante más alto de la estantería… ayer mismo, me sorprendí colocando el “Empire State” que trajimos de Nueva York ahí, habiéndolo cogido anteriormente con la mano izquierda para tupir un cigarrillo. Estos detalles involuntarios son los que marcan la diferencia.

La erupción va mejorando. Parece ser que los granos ya no tienen el alimento que el Enantyum proporcionaba y, sencillamente, mueren y tienden a desaparecer.

El codo me preocupa bastante. Está más hinchado que antes y, cuando lo apoyo, me duele. Mañana, tengo cita con el medico de cabecera, y hasta el día veintitrés de este mes, no volveré al traumatólogo. Total, para lo que vale…

Creo que mañana, cuando salga del medico, iré a correr por primera vez desde aquel desafortunado accidente. Lo que más deseo es retomar mi actividad deportiva, porque he engordado un par de quilillos, los que quité en Julio.

Espero regresar pronto con noticias de un tullido que ya no lo es tanto.


Rehabilitación (16/09/13): me esfuerzo cada día, y mucho. He llegado a pensar en que cometo excesos con el hombro. Aunque estoy llevando una vida casi normal, ando estancado respecto a la rehabilitación.

Soy capaz de realizar algunos ejercicios (si, los de siempre, los de la cutre fotocopia) a la perfección. Ya ni me duele. El problema, el bloqueo, llega cuando tengo que estirar el brazo hacía arriba, del todo. Me amarga vivamente que el hombro siga sin rotar. Me siento inútil, incompetente al no conseguir subirlo del todo. Hacia delante, puedo alzarlo bastante. Si Franco, ese pequeño ser nefasto y traidor, se levantara de la tumba y tuviera que hacer el saludo fascista a sus pasos diminutos, no habría problema alguno. Me duele, pero voy mejorando. Es intentar elevarlo hacía al lado lo que provoca mis pesadillas. Logro subirlo poco más de 90 grados respecto al cuerpo, pero a partir de ahí, nada que hacer, como si existiera una viga de cemento que me impidiese evolucionar, y el miedo se mete en mi cuerpo, provocando en mi la sensación de que nunca me recuperare.

Suelo hacer rehabilitación todos los días. Cuando me duele demasiado, descanso. Nadie me vigila ni me confirma si lo hago bien o mal. Hasta el día 23, no tengo cita con el traumatólogo, así que tendré que esperar a su evaluación. Como el lector puede imaginar, esto es totalmente improductivo, si, porque este hombre no me es de gran ayuda. A estas alturas, comprendo perfectamente que tengo que buscarme la vida yo solo.

La distorsión del contorno del hombro continúa siendo más que visible. Si alzo los brazos y los pongo en cruz, puede observarse a la perfección la asimetría de los músculos. No podría decidir si el hombro derecho se ha recolocado un poco. Quisiera imaginar que si, pero lo ignoro.

Hace tiempo que me rasco o limpio el culo con normalidad. En la ducha, me manejo a la perfección y soy capaz, con leves dolores, de pasar la esponja por todas las partes de mi cuerpo. He salido a correr y todo ha ido bien.

Necesito ayuda para que el hombro rote, y no la tendré hasta mucho después del 23 de septiembre. Ya conocemos las largas listas de espera en la seguridad social.

También, he añadido más ejercicios a la rehabilitación, personalizándola al cien por cien. Con un paquete de garbanzos de un kilo, realizo diferentes levantamientos hacía distintas direcciones en dos series de diez, descansando treinta segundos entre tanda y tanda. De esta forma, espero evolucionar más rápidamente, aunque el hombro acaba sobrecargado.


Rehabilitación Real (03/10/13): Leire me retuerce el brazo y lo fuerza hasta que traspasa el límite. Mis piernas se estiran y contraen con espasmos discontinuos. Estoy sudando el dolor, a chorros, retorciéndome en el “potro de tortura”. Si tengo en cuenta este sufrimiento que me mantiene con los ojos cerrados y apretando los dientes, el resto ha sido como un camino de rosas.

El boqueo, el estancamiento al que había llegado con el brazo antes de venir aquí, tiene nombre. Se llama “Capsulitis Adhesiva”. Es una afección por la cual se pierde la capacidad de mover el brazo en todas las direcciones, con soltura. Se le llama comúnmente “Hombro Congelado”, y es un problema que suele aparecer en pacientes de cuarenta años. Desgraciadamente, es de lo más doloroso que puede pasarle a uno.

Ahora, echado en la camilla, con los ojos húmedos como consecuencia del dolor y prácticamente mareado, tengo que dar las gracias a la seguridad social española. Agradecer de corazón que el sistema que llevo pagando catorce años me haya tenido absolutamente abandonado más de un mes, sin rehabilitación desde que me quitaran el cabestrillo. Es por ello que me haya sobrevenido la “Capsulitis Adhsevia” y como consecuencia, este sufrimiento tan agudo.

Gracias a vuestros sucesivos recortes, políticos mal nacidos, las listas de espera en la seguridad social son cada vez más largas, y la gente enferma esperando o acaba como yo, con un problema mucho mayor del que hubiera sido de haberse tratado a tiempo. No tengo nada más que añadir. En este diario, a partir de ahora, ni una letra mía ira refiriéndose a este país de chorizos infames, falsas personas egoístas que carecen de escrúpulos. Con la salud de la gente no se juega.

Siempre fui enemigo del estado, pero ahora, lo soy mucho más, porque me han tocado el punto débil: el bienestar de mi vida, la única que tengo.

Antes de que comenzara este mes, volví al traumatólogo de la seguridad social. Como de costumbre, se quedó sentado en la silla. Incluso he llegado a pensar que es paralítico. O eso, o un muñeco- robot programado para decir siempre las mismas gilipolleces.

Nada de nada. Me pregunta que tal y le cuento que el hombro sigue sin subir. Escribe que tengo movilidad limitada y me manda consulta para rehabilitación, ojo, el once de octubre. Casi veinte días más esperando. A él le da igual, porque no es su brazo.

Por fortuna, la mutua de “Atento” me llama y empieza a encargarse de mí. Por eso estoy aquí, en el gimnasio de “Fraternidad Muprespa”, y conozco al dedillo el nivel de deterioro del hombro. Hoy, es el segundo día de mi rehabilitación real, y estoy sinceramente agradecido de poder estar en este lugar, aunque este sufriendo a lo bestia.

Vengo por las tardes, sobre las 17. Cuando llego, doy mi DNI en la entrada y paso a la zona de las maquinas, situada a al final de un pasillo que queda a la izquierda. Hay cuatro habitaciones con diferentes armatostes metálicos para las distintas lesiones. Yo, paso a la sala del fondo y me siento en un taburete en donde me enchufan al hombro una maquina de ondas cortas. A los diez minutos, el cacharro pita y deambulo hasta el gimnasio.

Mi fisioterapeuta asignada se llama Leire. Es, a la vez, mi ángel de la guarda y mi demonio, pues su trabajo consiste en recuperar mi brazo mediante el sufrimiento.

Al entrar en el gimnasio, lo primero que hago es subir y bajar los hombros en una maquina de poleas. Estoy diez minutos ahí y empiezo a sudar. Hace calor en la amplia estancia de suelos de madera.

Después, Leire se acerca y me lleva a las camillas, situadas en línea, por el centro. Ella desenrosca un largo papel de un tubo y lo extiende sobre la camilla. Es cuando me tumbo boca arriba y espero a que se enguante las manos y las unte con una crema.

Leire me masajea los músculos del hombro y empieza a tirarme del brazo. En algunos movimientos me duele poco, pero en otros, veo las estrellas. Emiten sonidos y son de diferentes tamaños y colores. Sujeta el brazo con todas sus fuerzas y lo extienda hacia atrás. Llega incluso a poner todo el peso de su cuerpo encima, para que baje un poco más. Me tiembla la extremidad y la aflicción llega a marearme. Grito por dentro y a veces por fuera.

Durante este proceso, ella me va contando que lleva nueve años rehabilitando a pacientes y que ha visto del todo. Lo que más le preocupa de mí, es la rotación interna del hombro, por eso me duele tanto cuando intento subir el brazo por encima de la espalda. También, me explica que la “Capsulitis Adhesiva” es típica en pacientes con cuarenta años o más, pero que ella ha tenido chicos de 25 años con el mismo problema. Sus palabras me traen algo de paz interna.

Ayer, mi primer día, Leire mostraba un rostro de severa preocupación. Nada más terminar la sesión de tortura, me dijo que iba a mandarme ejercicios en casa para toda la vida, pero hoy, cuando me pongo de lado sobre el hombro bueno y me coge el brazo derecho doblándomelo hacía la espalda, parece mucho más contenta y satisfecha.

- Muy bien – comenta entre mis espasmos de dolor – hoy llegas mucho más atrás.

En realidad, ya venia animado. Antes de empezar con la rehabilitación que yo denomino real, intenté, en casa, cambiar una bombilla del cuarto de baño. Me resultó prácticamente imposible. No me llegaba el brazo derecho y me dolía brutalmente. Esta misma mañana, he comprobado que ya llego al techo y que el dolor ha disminuido bastante. Por eso estoy de buen humor, porque veo avances palpables.

Todo pasa, sea doloroso o no, y Leire termina con la sesión de hoy. Me explica más ejercicios para la rotación interna y me aconseja que los haga aquí y en casa. Mientras más, mejor.

Agarro un macizo palo de madera, me coloco frente al espejo y lo paso por detrás de mi espalda, sujetándolo con los dos brazos. En las series en donde la mano derecha aguanta el palo por detrás de la espalda, lo paso verdaderamente mal. Aguanto cinco o diez segundos agonizantes y paro. Uffffff. Una autentica experiencia de congoja, angustiante.

Tras estirar el cuello, regreso a casa y me pongo hielo en el hombro. Me duelen los músculos de la parte izquierda del cuerpo. Es normal. Todo el esfuerzo que realizo se apoya en esta zona.

No me importa. Sobre las 9 de la noche, en casa, hago más ejercicios de rotación interna, como al despertarme. Ya no temo al dolor. Estoy centrado y mi objetivo es sacar al hombro de su atrofia.

Mañana, volverá a repetirse todo, como un bucle de certezas basadas en el suplicio.


Rehabilitación Real (22/10/13): han transcurrido, aproximadamente, 1990 horas desde aquel desgraciado uno de agosto. La rehabilitación en la mutua, al principio, fue de rápida evolución. A día de hoy, el proceso se ha ralentizado bastante.

Paso todas las mañanas haciendo ejercicios en casa. El brazo sigue estando rígido, pero saboreo cada pequeño avance como si fuese un éxito absoluto.

Lo primero es estirar los brazos: hacia delante, hacia los lados y en círculo, como las manecillas de un reloj. Después, coloco el antebrazo derecho en la pared, con la palma de la mano abierta y el codo apoyados en la superficie, y estiro el pectoral intentado ponerme recto y dando un paso hacia delante. Aguanto quince segundos y lo repito tres veces. Lo que peor me funciona es la rotación externa, por eso me duele bastante, como si el pecho estuviese pegado, literalmente, al hombro. (Y de alguna forma, lo esta).

Me tumbo boca arriba en la colchoneta, subo el palo con los dos brazos y lo llevo hacía atrás. Todavía no alcanzo el suelo con la mano derecha, pero avanzo diariamente un milímetro. Me ansío vivo y presiono para que esto suceda, sin éxito. Paciencia, me repito por dentro. Voluntad, paciencia y tres series de diez repeticiones.

Con la banda elástica negra que tengo atada al picaporte de la puerta de entrada, realizo cuatro tipos de ejercicios: rotación interna, externa, hacía atrás y “de bíceps torcido hacía fuera”, como yo lo llamo. El hombro se me esta poniendo como los de Robocop.

Viendo “Los Serranos”, continúo. De nuevo, en pie, agarro el palo, lo subo hacía delante, paralelo al suelo, y giro de izquierda a derecha. Tres repeticiones de diez.

Ahora, empiezo con la rotación interna. Coloco la mano derecha detrás de la espalda, la agarro con la izquierda y la subo hasta que el daño pase de leve a grave. Mientras más duela, mejor. Eso es que los ligamentos atrofiados están funcionando. Recuerdo que, al comienzo, sufría descomunalmente y solo aguantaba cinco segundos. Ahora, hago tres series de treinta segundos cada una, y el dolor es más que soportable.

Para terminar con la rotación interna, realizo los ejercicios con el palo. Es muy parecido al anterior, pero más complicado por la rigidez. Primero, lo paso por detrás de la espalda, sujetándolo por arriba con la mano izquierda y por abajo con la derecha. Aguanto treinta segundos y suelto. La barra tiene que estar recta respecto a mi cuerpo. Segundo, al contrario: mano derecha por arriba y mano izquierda por abajo. Duele menos. Treinta segundos y paro. Tres series en cada posición.

A veces, intento realizar los ejercicios que antes no podía ni de lejos. Se ve mejoría, pero me sigue costando mucho. Pegando la pared a la espalda, logro subir más los brazos hacia arriba. Siempre llega un punto en que tengo que separarlos de la pared para continuar elevándolos.

Para finalizar, estiro los brazos y el cuello.

En la mutua, repito todos los ejercicios y estoy un rato en la máquina de poleas. Continúo hasta que Leire me llama y empieza con el masaje, que va cambiando según mis necesidades y su experiencia. Con la de hoy, ya serán diez sesiones de fisio. Todavía es pronto para saber cuanto tiempo estaré así y si me quedara alguna limitación.

El martes pasado fue el peor día de todos. A partir de ahí, me ha dolido menos. Leire estaba forzándome el brazo hacía atrás y aguantándolo unos segundos, que parecían horas. El brazo, llevándolo a los límites, ya toca la camilla, sin almohada. Durante la tercera repetición, algo chasqueó en el interior de mi hombro y me poseyeron mil y uno demonios. Me quedé mareado en la camilla y Leire me dio dos minutos de respiro. Por lo visto, fue la posible rotura de una adherencia, es decir, la separación de dos ligamentos que yacían en plena copula perruna: unidos tras un coito chorreante. Aunque no lo parezca, es bueno. Cada adherencia que desaparezca me liberará el hombro un poco más.

El gimnasio se ha vuelto monótono, como el dolor perpetuo del codo, el cuello y el hombro. La aflicción de mi parte lumbar izquierda desapareció hace una semana, y es un reflejó de la mejoría. Al principio, cuando subía el brazo derecho en la maquina de poleas, me tiraba hasta la uña del pie derecho, el huevo izquierdo y, por supuesto, la mayor sufridora: mi lumbar izquierda. Ahora, el pie derecho no se levanta del suelo ni un centímetro, y todo esta un poco más relajado.

En casa, hago vida casi normal. Un par de días he recibido latigazos terribles en los músculos del brazo lesionado, pero sin complicaciones. Uno de ellos me sacudió haciendo la comida. En la vitrocerámica ardió algo de aceite, con una llamarada, y el reflejo, impulsado por el propio susto, me empujo a auto dañarme.

Ahora, realizare los ejercicios con paciencia y a la tarde, volveré al gimnasio para continuar con mi lenta rehabilitación. Es mi trabajo, mi objetivo sacar a este brazo del padecimiento.


Rehabilitación Real (18/12/13): casi 140 días, o 20 semanas, o cuatro meses y medio…

He aprendido a convivir perfectamente con la lesión del brazo. Llevo 3358 horas intentando recuperar el hombro. En ocasiones, me veo mucho mejor y me animo, pero otras veces, pierdo el norte y me vengo abajo. Esto último sucede cuando, en el miembro lesionado, me chasquean los huesos que todavía, a día de hoy, continúan sanando.

El traumatólogo de la mutua (No he vuelto a ver al sinvergüenza de la seguridad social) me explicó que sería un proceso doloroso, lo cual quedó claro, cristalino, desde la primera sesión de rehabilitación.

También me comentó que seria un proceso lento, lo que no consideré del todo hasta hace poco. Con el paso del tiempo, he aprendido a armarme de paciencia.

Desearía lanzarme de cabeza a una piscina y volver a nadar a la perfección. Colgarme de una barra y hacer dominadas. Practicar deportes que conlleven algo de riesgo. Me encantaría que este hombro derecho volviese a estar al cien por cien, no vivir con la incertidumbre de: ¿Va a salirse de nuevo?

En la rehabilitación, hace semanas que Leire logra llevar mi brazo derecho, hacía atrás, hasta la camilla. Lo aplasta contra la superficie de ésta y aguanta ahí durante varios segundos. Es mi límite natural y una buena noticia. En mi vida cotidiana, alzar el brazo y estirarlo va resultando relativamente sencillo, pero el dolor continúa ahí, como si estuviese aferrado a mis ligamentos. Todavía siento la sensación de bloque, pero parcialmente. Por lógica, cuando me tumbo boca arriba en casa para realizar el ejercicio del palo, consigo tocar el suelo con los nudillos. Parece una tontería, pero me ha costado cuatro meses de esfuerzo y tenacidad. Nadie se imagina que felicidad me invadió cuando noté el contacto del suelo de madera en mi mano derecha.

Sin duda, el primer mes que pasé sobre la camilla fue el peor. A partir de ahí, el tormento fue disminuyendo hasta desaparecer casi por completo. O eso, o mi adaptación al dolor ha sido sobervia.

Entré en el gimnasio sin poder elevar el brazo más de cien grados respecto al torso. Ahora, si me ordenaran en el típico atraco “¡Arriba las manos!” podría obedecer y librarme de una muerte segura.

Estoy recuperando mis posiciones habituales en la cama. Puedo dormir sobre el hombro derecho, boca abajo y, en general, en cualquier posición que se me antoje.

Durante este último mes y medio, Leire ha trabajado duramente mi rotación externa. En las sesiones, boca arriba, agarra mi brazo derecho, lo dobla y lo apoya en el borde de la dura camilla. De esta forma, el húmero queda perpendicular a la columna, y el cúbito y radio van paralelos a mi cuello. Después, se limita a forzar el brazo más y más hacía atrás. Como consecuencia, soy capaz de abrir mucho más los brazos, sin llegar todavía al tope en lo que respecta a la extremidad derecha, y me duele bastante una zona del antebrazo, la que esta justo por encima del codo, por donde la fisioterapeuta dobla y presiona. La atrofia que existe entre el pectoral y el hombro va desapareciendo lentamente, pero queda la recta final.

Un día como otro cualquiera, el codo dejó de dolerme, algo que me tenía muy preocupado.

Los ejercicios de estiramiento, ya sean de rotación interna o externa, apenas me duelen. He comenzado a hacer pesas para fortalecer los músculos del hombro, sobre todo, el supraespinoso, que resulta esencial para evitar futuras luxaciones.

Intento hacer vida normal, pero, involuntariamente, la mayoría de las acciones que superan la altura del hombro, las realizo con el brazo izquierdo. Es en ese momento cuando recapacito, retiro el brazo sano y uso frágil. Espero la hora en la que vuelva a utilizar el brazo derecho con normalidad, de forma inconsciente. Intuyo que es un proceso habitual, debido al trauma y a la preocupación real de que el brazo vuelva a salirse, pero ansío recuperar la naturalidad de mi cuerpo.

Voy a conseguirlo, y después de lo que he sufrido, pocos temores pueden invadirme. Mi mente es dura como el diamante, “irrayable”, y prometo, lo antes posible, volver a tirarme de cabeza a una piscina, nadar veloz a Croll, hacer dominadas en una barra y practicar deporte sin pensar en este pasado traumático.


Traslado: la historia se complica un poco con el traslado de Madrid a Badajoz. Desde el 19 de diciembre hasta el 9 de enero del 2014, deambulo por mi ciudad natal empadronándome una vez más, pidiendo la tarjeta sanitaria de la comunidad de Extremadura y arreglando papeles con la inspección médica de Badajoz.

Siendo bueno, si se considera un descanso necesario para mis cargados músculos, o malo, estar tanto tiempo sin rehabilitación, transcurren veintiún días en los que hago poco o nada. El 8 de enero, pasadas las fiestas y normalizada la actividad neurótica de la sociedad, me llaman de la mutua Muprepsa de Badajoz. Por la tarde, voy por primera vez a la clínica de dicha ciudad y mi nueva medico, llamada Teresa, me indica que voy a continuar con la rehabilitación al día siguiente. Todo un alivio.

Así es como me preparo para seguir el tratamiento. Entro en la recta final y tengo el ánimo por las nubes. Hay que terminar el trabajo de Leire.


Rehabilitación en Badajoz, (09/01/14): el músculo me palpita cada dos segundos. Alrededor de mi hombro, presionadas por una correa elástica, tengo dos esponjas amarillas que contienen, a su vez, dos electrodos planos que insuflan corriente hasta mi cuerpo. Los impulsos van y vienen cada dos segundos y hacen palpitar uno de los músculos que recubre mi hombro. Las esponjas amarillas están húmedas, con el fin de transmitir mejor la electricidad. En Madrid, nunca me habían enganchado a esta máquina.

Hoy la lesión alcanza los 162 días… un numero bárbaro.

Aquí, todo es más pequeño y no hay varias salas específicas para las diferentes maquinas. Todo está más viejo, deteriorado, pero las distintas herramientas para ejercitar o estimular el tullimiento de los pacientes realizan su cometido perfectamente.

A las 16.30, estoy esperando en la sala de espera. Cuando mi nueva fisioterapeuta llega, se cambia y me avisa para que entre.

A la derecha, esta el vestuario. Deposito mis cosas en una de las ocho taquillas, me cambio de ropa y de frente, me encuentro con la mesa de Anabella. A su espalda se extiende, de izquierda a derecha, una mampara de cuatro o cinco piezas que impide cualquier vistazo al gimnasio.

Ella, la que finalizara el trabajo, me pide que pase y aparta la mampara. Entonces, contemplo por primera vez el gimnasio. Es una espaciosa sala rectangular de, al menos, veinte por diez metros. Las maquinas están cerca de las paredes, en el primer tramo, salteadas por las camillas. Al fondo, como fantasmagóricos, descansan todos los útiles para mover y fortalecer las extremidades: balones medicinales de diferentes pesos sobre una balda de madera, cintas elásticas sujetas a una de las cuatro barras de metal que delimitan la “jaula”, abierta por uno de los lados y preparada con poleas unidas a la reja superior, enormes timones fijados a la pared, colchonetas azules, un espejo que oscila de arriba a abajo, según tu voluntad, mecanismos para mover la muñeca o para sentarte y alegrar las piernas…

El suelo es de madera y Anabella me indica que puedo quitarme las zapatillas. Lo hago y libero mis pies de sus envolturas.

Como era costumbre en Madrid, mi primera visita es a la máquina de ondas cortas, situada a la izquierda de la entrada. “Cuanto tiempo”, pienso mientras me siento en una silla de madera. Anabella coloca mi hombro entre los electrodos condensadores con cierta dificultad, pues los brazos de sujeción están bastante dados de si, y espero diez minutos a que las ondas realicen su trabajo, sea cual fuere.

Después, como novedad, paso otros diez minutos recibiendo electricidad en el hombro hasta que la consola de la maquina lanza un melódico sonido (Como de “nintendo”). Anabella se acerca, afloja los electrodos y me libera de las correas negras.

Durante esta primera sesión en Badajoz, mi nueva fisioterapeuta me enseña, de principio a fin, a realizar correctamente todos los ejercicios. Me cambia la forma de hacer cintas y me aconseja hacer la típica escalera con la mano, vertical, subiendo con los dedos por los diminutos escalones. Sin dificultad, lo hago cuatro o cinco veces y entro en la “jaula” para subir y bajar los brazos mediante la típica polea.

Bajo su estricta supervisión, frente al espejo, tomo una muleta y estiro el brazo hacia la derecha y hacia delante. Mi extremidad derecha tiene que estar en reposa. Toda la fuerza ha de salir de la izquierda. Cada ejercicio, como siempre, tres series de diez. Inmediatamente, agarro la muleta como si fuera a hacer bíceps con barra y comienzo con lo que denominare “el limpiaparabrisas”, de izquierda a derecha.

Terminados los estiramientos, paso a las cintas. Al parecer, lo estaba haciendo todo mal. Es lo negativo que tenía Madrid, que casi no se fijaban en ti y terminabas haciendo los ejercicios como te diese la real gana. A mayor numero de pacientes, menos atención personal.

Anabella me enseña como hacer correctamente los seis ejercicios con las cintas, dos más que antaño. De lado, tirando de la cinta hacía dentro, hago pectoral. Tirando de la cinta hacía fuera, fortalezco los músculos del hombro. De frente, con el brazo extendido hacía abajo, aprieto la cinta hacía atrás y el triceps se calienta. De espaldas, como novedad, extiendo la cinta hacía delante y hago hombros. Por último, nuevamente de frente, con el brazo doblado por el codo, agarro la cita y presiono hacía atrás: dorsales y hombro. Esta será mi nueva rutina, y estoy verdaderamente agradecido porque Anabella me vigila y me corrige cuando lo hago mal. Solo hay dos personas más en el gimnasio. Esto es una ventaja.

Llega la hora de la verdad y Anabella observa la lesión de mi hombro, concentrada, apretando músculos con sus dedos, girando el brazo hacía todas las direcciones, estudiando meticulosamente cada movimiento. Boca arriba, me tumbo en una de las camillas y ella, situada siempre a la derecha, empieza con las movilizaciones. Mi brazo oscila de arriba a abajo, hasta los límites. Me duele bastante y cierro los ojos.

El tratamiento de Anabella es potente, mucho más que en Madrid, y me dedica más tiempo. Vuelvo a estar más que agradecido. Se basa en la contra resistencia. En diferentes posiciones, estirando el brazo hacía atrás o doblado en forma de L hacía la derecha, ella presiona con entusiasmo y me pide que haga fuerza en un impulso. Seis segundos aguantando y después, seis segundos de relajación. Así, las fibras adormiladas se estiran y no vuelven a contraerse tanto como antes. En cada posición, que son cuatro o cinco, realizo tres impulsos. En Madrid, a penas me habían hecho esto. Supongo que será lo necesario para terminar con la curación de mi dichoso hombro.

Terminamos la sesión y Anabella me lleva frente al espejo. Me siento en un taburete acolchado y ella me enseña más ejercicios, presionando el antebrazo contra mi nuca y llevándolo en un giro hasta la parte trasera de la espalda. Me explica como debería de quedarme el brazo y, para resumir, hace su trabajo esforzándose y disfrutando. Mi miedo a tener a alguien incompetente ha pasado. Esta fisioterapeuta es muy buena. Más tarde descubriría que lleva trece años ejerciendo.

Para terminar, Anabella me unta el hombro con una crema que huele parecido al mítico “reflex”. Salgo de la clínica con muy buen sabor de boca e intuyo que el hombro terminara de curarse muy pronto. Por supuesto, en casa también tengo que hacer los ejercicios.

Mañana, volveré a la muta, y el lunes y el martes y el miércoles y el jueves y el viernes, así, hasta que me den el alta. Tengo ganas de acabar con todo esto. Quiero estar bien, hacer flexiones y usar el brazo derecho sin que el miedo me invada.


Alta médica, (04/02/14): el mes de enero pasa volando y las sesiones de rehabilitación se me hacen eternas, sobre todo, él realizar diariamente los ejercicios con las bandas elásticas.

A veces, la desidia se me echa encima y me cuesta ir a la clínica, aun siendo la única rutina que le da forma a las semanas y los meses.

Anabella continúa trabajando en los últimos grados del brazo y sobre el 20 de enero, repentinamente, me pregunta: “¿Has hecho alguna flexión?”.

A la pregunta, respondo rápidamente, pues poco tengo que pensar al respecto: “Desde el uno de agosto del año pasado, ninguna, ni lo he intentado”. Ella continúa la conversación pidiéndome que intente hacer una o dos.

Dubitativo y con un miedo inesperado metido en el cuerpo, aunque natural, hinco las rodillas en el suelo de madera, coloco los brazos en forma de puente y me estiro hacía delante hasta que solo las puntas de los dedos de los pies y las palmas de las manos se apoyan en la superficie de la estancia. A continuación, lentamente, los codos se doblan y el pecho empieza a bajar. Termino tocando el suelo con la nariz y repito el movimiento dos veces más.

Me reincorporo de la posición horizontal a la vertical. Una sonrisa, tímida al principio y salvaje después, termina escapando de entre mis labios y lo hace con plena desfachatez. El hombro no me duele y acabo de hacer tres flexiones. Hay situaciones en la vida que no se pueden explicar o narrar. Hay circunstancias para vivir, no para contar, como ésta, invadida por un sentimiento físico y mental de orgullo pleno, de suprema superación personal. Hoy es 20 de enero del año 2014. Desde el 1 de agosto del 2013, han pasado casi seis meses. Se me viene a la cabeza la película de mi lesión: el terrible dolor, allá en la piscina, cuando estuve media hora con el hombro desencajado, los veintitrés días encadenado al cabestrillo, ibuprofeno, enantyum, omeprazol, el hombro congelado, la impotencia al esforzarme sin lograr que rotara, la sensación de absoluto abandono por parte de la seguridad social, caos mental, impotencia, mi incorporación y progreso con la mutua, el sufrimiento sobre la camilla, la dichosa adherencia que me hizo estar en el infierno unos segundos, la risa de Leire, la sonrisa de Tortosa, el humor de Angeles, los chistes de Marisa, el agobio mental que supuso el traslado a Badajoz… Como decía, esta sonrisa que acaba de unir la comisura de mis labios, no es una sonrisa cualquiera, es La Sonrisa, una de esas que suponen mucho, tal vez, un antes y un después. Como un bebe en el útero materno, lleva varios meses formándose y ha decidido nacer justo en este preciso momento. ¿Cómo podría explicarle todo esto a Anabella? De todas formas, ella nota mi enorme felicidad y me dice que ya estoy casi recuperado.

Hay vidrios en mis ojos, frágiles cristales por los que empiezo a ver el mundo de manera más esperanzada.

El tiempo transcurre y no se compadece de nada. No tiene sentimientos. Es cruel: cuando estas contento, pasa veloz, huye envidioso de tu felicidad; cuando estas triste, anémicamente perdido, parece ralentizarse, como si se regocijara con el arte dramático.

Recuerdo a Angel Tortosa diciéndome que era cuestión de voluntad y tiempo, de sufrir y aguantar. Cuanta razón tenía el gran traumatólogo. Ahora, comprendo perfectamente esas palabras, y las afirmo con todas mis fueras.

Ya es treinta de enero del 2014, y no cerraré este pequeño diario tan solo con palabras bonitas. Anabella se lo ha currado, pero el brazo sigue doliéndome y chasqueándome. En los últimos grados, el hombro todavía no esta bien, y ella debe de saberlo. Lo leo en sus ojos. Falta solo un poco más, pero aquí entra, como en todas las esferas de esta podrida sociedad, un concepto que cada día me repugna más: el dinero.

Realizo los rutinarios ejercicios por última vez, observando, a través de la parte lucida inferior del cristal del gimnasio que da a la calle, los zapatos de los transeúntes que pasean, e imaginando, aburrido por la monotonía, de quienes serán, a donde irán y que tareas realizaran sus dueños en esta vida. Anabella me tumba en la camilla y empieza con las movilizaciones y contra resistencias habituales. El brazo sigue más o menos igual que ayer: continua tenso y no llega como debería al final del recorrido.

Ella me explica que tengo el pectoral saturado y me afirma que en cuanto descanse los músculos durante un par de días o tres, el hombro quedara como nuevo. Yo se que no es así. Si algo he aprendido, es sobre mi cuerpo, y saturación muscular no tengo demasiada. Al empezar la rehabilitación si tenía, pero ahora es simple y llanamente firmeza por el esfuerzo continúo.

Sucede que el accidente no fue en el trabajo, sino en la piscina. Ocurre que el dinero semanal que he estado cobrando, desde que me despidieran en septiembre, proviene de mi paro, de cuatro meses, por lo tanto, agotado desde finales de diciembre. Este último mes que he cobrado, ha sido “extra”. Desde que comenzara este año, alguien se esta rascando el bolsillo, la mutua o a la empresa, y esto se traduce en presiones sobre los traumatólogos, fisioterapeutas y, al final de la cadena, los pacientes. Desconozco si en Madrid me hubieran dado de alta tan pronto. Hablé con compañeros tullidos sobre el alta y me contaron que siempre se lo toman con calma. Incluso había un paciente, ya recuperado de una fractura en el brazo, que seguía de baja solo para fortalecer los músculos (Eso si, su accidente fue durante la jornada laboral, no fuera de ella, y no lo despidieron).

En fin, sea como sea, termino la última sesión de rehabilitación y me ve la médico de la mutua. El traumatólogo me examinó hace diez días, pero esta vez, ni tengo cita con él.

Se ha de entender que soy una persona a la que no le gustan las guerras, y todavía menos, si son por el dinero. Le explico a la médico que estoy bastante recuperado, pero que me sigue doliendo. No quiero jaleo ni quejarme para que me den más rehabilitación. Nunca me ha gustado pedir, y mucho menos, suplicar. Por otro lado, estoy deseando ser libre y no venir más aquí. Ella me hace el típico análisis, rotándome el brazo y moviéndomelo hacía todas las direcciones. Todo termina en menos de cinco minutos. Me cuenta que ya estoy bien. Le explico que la semana que viene iré al ambulatorio para que mi médico de cabecera me de el alta.

Atravieso el umbral de la clínica de Badajoz “Fraternidad Muprespa” y salgo a la calle con pasos templados: estoy contento por terminar, pero algo cabreado porque el brazo no esta bien del todo.

Como había imaginado, el martes día cuatro de febrero del año 2014, despierto con el brazo igual. Me duele, continúa tenso y tengo que forzarlo para levantarlo del todo. Para comprobar lo que Anabella me dijo, he estado cuatro días sin hacer ningún ejercicio. Queda claro que nadie da duros a cuatro pesetas. Hay que joderse lo extenso que es el refranero español.

A las once de la mañana, el sensor que hay sobre la puerta del ambulatorio me detecta y el cristal de la entrada se desliza hacía la izquierda. Al menos, debo de seguir siendo humano.

Tardan poco en llamarme, y en la consulta, mi médico me pregunta como estoy. Sin más dilación, respondo que bien, que quiero el alta. Tengo mil pensamientos en la cabeza, pero no abro el candado y los dejo reposando.

El tan ansíado y esperado parte de alta queda firmado y lo retiro de la mesa. Salgo del ambulatorio y camino meditabundo hasta el coche. Al contrario de acabar todo, aquí es donde empieza mi nueva vida, en la que me esforzare por reforzar el hombro, me cuidare de hacer movimientos bruscos y terminare ágil y confiado haciendo el pino, con los talones apoyados sobre el tronco de un árbol, bajo la fresca sombra de alguna encina que me recuerde lo siguiente: somos tan duros y fuertes como débiles y frágiles.


"Ejercicios de la Seguridad Social"

Comentarios

Carlos ha dicho que…
Que continue pronto. Totalmente enganchado!
Unknown ha dicho que…
Enhorabuena por tu recuperación... con lo que te lo curras peque tu brazo va a quedar mejor que antes. Mucho animo ;)
Anónimo ha dicho que…
Gracias por contarlo va a ser de ayuda para muchas otras personas que están en esa situación... Animo.
Alex ha dicho que…
Que tal quedó tu hombro ?
Yo estoy encabestrillado por reconstruccion del labrum con anclajes,
He llegado al post por el dolor de codo presente desde el tercer dia.
Me faltan otras 3 semanas.
Soy optimista.
Unknown ha dicho que…
Genial tu post...espero que a estas alturas estés totalmente recuperado. Desgraciadamente soy una tullida más, tras una subluxacion de hombro derecho hace dos meses aún no dan con un diagnóstico fijo, sospechan capsulitis por mi inmovilidad y dolor, bursitis por la inflamación bajo el acromion pero...sospechan!! Y mientras tanto voy a la mutua cual cordero al matadero donde me someten a todo tipo de torturas y de las cuales no saco mejoría alguna (bueno sí, cada día juro mejor en arameo).Estoy algo desesperada porque mi calidad de vida está mermada, me has hecho sonreir viéndome identificada...ya sabes, mal de muchos...en fin, te agradezco tu diario. Un saludo!
David ha dicho que…
Muy buenas Ro CB. Si, a estas alturas, podríamos decir que prácticamente estoy como antes de que se me saliese. Mucha paciencia y esfuerzo en la mutua. Cuando hagas flexiones con facilidad, avísame, sera que ya estas curado. Habrá que celebrarlo.
Xander, animo que es la recta final. Lo del codo no te preocupes, empieza a sacar el brazo y extiendelo para que no se atrofie más. Luego se recupera.
Gracias a todos por comentar. Por cierto, no se si habéis visto el nuevo trabajo que estoy haciendo, narrativa grafica, al menos, original! Os dejo un par de enlaces y si quereis, estais invitados a suscribiros al canal. Un saludo a todos.
Día 11: Hormiguero sobre ruedas:
https://youtu.be/bgQiPaZHjg0
Dia 15: Desafortunado hombrecillo:
https://youtu.be/ssSWt7zYfeA
SordoJr Photography ha dicho que…
Recuperado y con muchos proyectos de vídeo y fotografia, además de continuar escribiendo claro!!

Me alegra que os haya gustado "Diario de un Cabestrillo", fue una época dura.

Aquí sigue el blog, que lo he tenido inactivo durante años por estar con otros trabajos.

Un abrazo para todos!

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