Esta descontrolado, con el instinto animal cazador en primera línea. Escala por el lateral del colchón y araña furiosamente las sábanas. Se lanza contra los dedos de mis pies y los muerde con destreza: primero, pincha con los caninos e incisores, pero no tarda demasiado en intentar triturar “las presas” con los premolares y molares, lo que duele, y mucho.
Hanki debe de creer que mis dedos son gorriones. En su juego salvaje, pretende tragarlos.
Así es el cachorro con dos meses, juguetón, saltando por toda la superficie de la cama en busca de morder lo que se mueve minimamente bajo las sabanas. Cruzando velozmente la casa, de lado a lado, persiguiendo bolas de papel albal o sombras que cruzan por su imaginación felina.
No se que me pasa con los gatos, pero es maravilloso entenderlos, sentir su fuerza y destreza, comprender sus necesidades y respetar su independencia. El gato no tiene amo: es el amo. Come y bebe cuando y donde él desea. De igual manea hace con su cariño: te lo ofrece a su antojo. Viene ronroneando y frota su cabeza contra mi mano. Se acerca lentamente a mi cara y me lame la nariz. Es sutil, pero tan intenso como los ladridos y lametones de un perro.
Algo poderoso e inalterable me une a los gatos, desde siempre, por eso, amo a Hanki, mí cachorro de pelo blanco inmaculado, el pequeño felino que en dos días ya es un miembro más de la familia.
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