Veo un anciano en el metro
dentro del vagón
sentado en una esquina
acurrucado en su dolor.
Contaría más de ochenta
primaveras de vivencias:
parece consumido
arrugado, encorvado
secando sus mocos y babas
en un pañuelo usado.
Mientras tanto, al otro lado
un bebe llora y se lamenta
gritándole a la vida
que ha nacido sano;
el anciano lo contempla
desde sus ojos quebrados.
Entre parada y parada
entre traqueteos mundanos
el anciano parece ausente
cansado bajo sus caídos
parpados desvencijados.
Del carrito del niño
sobresale un biberón;
en el asiento del viejo
queda apoyada una muleta.
Los ojos del anciano
cuan profundos son
hundidos en las cuencas
por el tiempo y la experiencia.
Las manos del bebe
cuan diminutas son
pueriles de no usarse
sin tiempo ni vivencia.
Ni el anciano ni él bebe
tienen pelo en este tren:
la naturaleza al primero
ya se lo ha quitado
el tiempo al segundo
aun no se lo ha dado.
Enjuto anciano, cuéntame:
¿Que llevas en esa caja
que se alza a tus pies?
¿Dónde vas a estas horas
solo y asustado?
Inocente bebe, escúchame:
cuando crezcas lo debido
aprovecha el tiempo
que te ha sido concedido.
Dispuesta a mi alrededor
mezclada en los sollozos
la gente se habla
se mira, se besa
pero nadie entiende
la magia del secreto:
blancos o morenos
gordos o delgados
altos o bajos
jóvenes o ancianos
todos formamos
la misma cosa o realidad
yendo y viniendo
del mismo lugar.
El vagón de la vida
continua su trayecto
hasta el siguiente anden:
él del anciano harapiento.
Naturaleza, sabia y cruel
que todo lo das
y todo lo quitas:
gracias por permitirme
subir a este tren.
"Dedicado a un anciano que parecía estar
pasándolo mal en el metro, sin saber bien
en donde estaba o a donde iba, e ignorado
por todos los del vagón"
Su pelo es como un suave cielo nublado de cirros resbaladizos que se mueve con gracia y elegancia. No en vano, tocarlo es similar a arrullar la bóveda celestial, pasando los dedos por entre sus rizos como si con las nubes a mi antojo pudiese jugar. Si, es ella, la misma que he nombrado una y otra vez por entre estas paginas, año tras año, día a día, silenciosamente, como si fuese un secreto constante y omitido al que solo mirar desde la lejanía me estaba permitido, deseándola con un anhelo tan poderoso como la mismísima fuerza de la gravedad. Esa gravedad de la que hablo, siempre atrayéndome hacía a ella, ahora me mantiene pegado a su cuerpo de sinuosos valles y bellas colinas. Ese anhelo al que me refiero, fruto maduro de forjar el largo paso del tiempo con una afluencia infinita de sonrisas, enmudecimientos y conversaciones. Ausencia de palabras que no pueden cumplir su cometido. Impotencia de un corazón que ha vibra...
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