En algún recoveco de la urbanización de Eurovillas vamos Chema y yo, alegres y cautivos por dos cervezas. Ha habido barbacoa con todas sus consecuencias: morcillas, patatas, pancetas, chorizos, filetes, pinchitos… y estamos llenos de la felicidad que la comida proporciona al paladar. Ya conocemos el dicho: la cocina nos hace humanos.
Emocionados como dos inocentes críos que gamberrean por vez primera, nos dirigimos hacia una enorme encina que protege con su fresca sombra algo que siempre suele llamar la atención: la hamaca colgante de la parcela.
Allí estamos mi amigo y yo, revisando las viejas cuerdas de los extremos que sujetan la curvada red a las gruesas ramas de la imponente encina. Sin más dilación, esporádicamente, doy un salto y me encaramo a la hamaca, haciendo que esta se adapte de inmediato a mi voluminoso cuerpo. Como suele ocurrir en estos casos, los actos, carentes de meditación o pensamientos, se encadenan uno tras otro. Chema comienza a dar fuerza a la hamaca, empujándola como un columpio que va y viene. La red oscila cada vez más, tomando una altura considerable. Yo, levemente embriagado por el alcohol y la digestión masiva de grasas funestas, me encuentro sosegado y aletargado, es decir, amodorrado.
Sin empuje, la hamaca colgante se va deteniendo parsimoniosamente. En el punto de mayor propulsión, las ramas de la encina se agitaron bastante, doblándose ligeramente. Nuestra inteligencia ha analizado automáticamente el peligro, desechando la posible rotura de dichas ramas.
Así es como me quedo en la hamaca colgante, inmóvil y con la sensación de querer más movimiento. Chema parece comprenderlo y responde a mis deseos. De nuevo, empieza a empujar la estructura, esta vez, con más fuerza. En cada vaivén, me voy elevando más y más en el aire, parecido a una atracción de feria que comienza suave y acaba fuerte.
Solo hago sentir las fuerzas que hacen oscilar mi cuerpo en el aire y mirar a mi amigo para decirle “Más fuerte”. Él, visiblemente emocionado, responde empujando una y otra vez.
La paz se instala en mi cuerpo volador. La velocidad angular de la hamaca aumenta considerablemente. Disfruto del viaje aéreo en todo momento. Llega un punto en el que un suave sopor se apodera de mí.
De pie, junto la encina, Chema parece una estatua sombría. Su rostro expresa una mueca indefinible: no sabe si reír o preocuparse. Yo, tirado en el suelo, salgo de mi aturdimiento y empiezo a descojonarme. Entonces, un ataque de risa conjunto atenaza nuestras bocas. Nos partimos la caja torácica durante un buen rato, pero yo no me muevo de la tierra, como si me hubiera quedado pegado a ella, inerte y pasivo, como petrificado. Solo hago reír y reír y entender una vez más como la fuerza de la gravedad ejerce su poder en todo momento.
Chema se acerca a mí y me ayuda a levantarme. Así, es como el universo se equilibra: he fingido una baja laboral por la espalda y ahora mi espalda tendrá que dejar de fingir para devolver esa energía robada al cosmos. Pocas cosas suceden por casualidad, y este hecho no es la excepción que cumple la regla.
Cutre montaje de la hamaca colgante
(A veces la inteligencia no es suficiente)
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