Mi cuerpo entero retumba sobre la vastedad de su suave piel. Aprieto las manos contra el contorno resbaladizo de sus caderas mientras mi rígido miembro aparece y desaparece dentro de ella una y otra vez. Desde aquí, cada glúteo parece un flan de gelatinas en movimiento. Su espalda se extiende dividiéndose en dos partes perfectas para terminar en unos hombros simétricos y bien formados. La cabeza cae contra la almohada envuelta en un lío de cabellos morenos y unida por la tensión del cuello. Puedo ver el perfil de su rostro gimiendo.
Inclino el torso y aprieto mi pecho contra los músculos de su espalda. Le mordisqueo el cuello y lamo la curva de sus omóplatos. Ella grita que siga. Dice que soy su salvador y sonríe. Yo no pienso así, pero continúo.
El hueco sonido del choque entre nuestros cuerpos se hace más húmedo. El sudor acumulado en una fina capa empieza a chorrear gotas que caen sobre la sábana. La cama chirría. Los muelles se quejan.
Arrodillado detrás de su trasero, puedo llevar el ritmo de la penetración, cambiando el ángulo y la intensidad. Deslizo las manos hacia su vientre para subirlas de inmediato hasta sus pechos con forma de embudo, algo alargados por la gravedad. Los pezones están duros y apuntan hacia la cama trazando circunferencias por la cadencia del movimiento. Los pongo entre mis dedos y aprieto.
El sudor en la sabana empieza a formar manchas oscuras cuando Elvira se corre. Los espasmos de su pelvis me llegan a los genitales como punzadas de presión. Acto seguido, sus rodillas flojean y caen hacia atrás, bajo mis piernas. Su cuerpo queda planchado boca abajo, exhausto. Puedo ver los labios de su rosa desnuda y entre abierta sobresaliendo de las nalgas. Parece que me llaman de tan abultados que están. Me incorporo y le abro las piernas para volver a meterme dentro de ella. Cada parte de Elvira se estremece bajo el arco que forman mis brazos, abiertos y apoyados sobre los dos extremos del colchón, como si estuviera haciendo flexiones. Empujo, empujo, empujo...
Entonces, Elvira se corre otra vez.
Y otra.
La parte de mi cuerpo que esta es su interior nota perfectamente como la carne se comprime por los orgasmos rezumantes. Los labios de Elvira asoman de entre su pelo revuelto para gritar, suspirar y callar.
Mientras las contracciones rítmicas invaden la vagina, el útero y secundariamente el resto de su cuerpo, yo decido parar y me tumbo en un lado de la cama. Desnudos como llegamos al mundo, nuestros cuerpos brillan por el sudor segregado. Ambos estamos empapados por completo, como untados en un aceite que la piel no puede absorber. Las sabanas eran lisas y blancas. Ahora son arrugadas y grises.
Elvira aun respira con fuerza. Puedo escuchar su aliento en mi oído. Yo, pienso en que el multiorgasmo femenino es uno de los regalos de la naturaleza más satisfactorios que existe, tanto para la mujer como para el hombre. Pienso en el amor, en como envolvemos a la persona amada dentro de un cristal difuso para no ver sus defectos e imperfecciones. Así, la veneramos durante un tiempo sobre nuestro altar de la hipocresía. Después, el cristal difuso va tomando lucidez hasta que se vuelve transparente por completo. Ahí es cuando vemos a la misma persona, pero ya no es perfecta. Deja de ser especial y se vuelve como las demás. A veces nos queda el cariño o la costumbre, pero en otras ocasiones, no queda nada. Pienso en estas cosas y pienso en que no me he corrido.
Elvira se vuelve hacia mi lado y contempla mi erección. Sin mediar palabra se sube sobre mí y comienza a cabalgarme. Primero suave y después más rápido. Lo único que hago es dejar que ella lo haga todo. Es la mejor forma de no hacer nada.
Nuestros cuerpos se mueven rítmicamente, con una precisión exacta. Tomo la cadera de Elvira entre mis manos y apoyándome sobre las piernas me impuso a mayor velocidad. Mi culo esta rígido y sus pechos flotan en el aire al compás del movimiento, rebotando arriba y abajo. Mis piernas son columnas de mármol.
El orgasmo asoma, en ninguna parte de mi cuerpo y en todas a la vez. Siento que esta llegando.
Acelero. Un leve estremecimiento de placer aparece en la zona de los gemelos. La sensación se va apoderando de mí y sube por las piernas. Recorre la piel, la carne, los huesos. Recorre cada pelo.
El movimiento de nuestros sexos unidos se ha vuelto frenético. Casi no puedo distinguir las marcas blancas del bikini en la piel bronceada de Elvira. El estremecimiento sube por mis glúteos y llega a mi pene. Aprieto los dientes, suspiro y me corro. Una explosión imposible de definir se apodera de todo mi cuerpo. Se nubla la vista y el tiempo se detiene un segundo. Un segundo que podría ser una hora. Una hora que podría valer una semana. Siento como mis entrañas salen al exterior y se introducen en ella. Siento que vuelvo a flotar en un útero húmedo y acogedor. El segundo transcurre y Elvira cae sobre mí, desinflada de haberse corrido una vez más.
Nos quedamos un rato echados sin hacer ni decir nada. Después, enciendo un cigarro y se lo paso a ella. Cojo otro y lo enciendo para mí. El humo se extiende por la habitación y el sudor empieza a secarse. Nuestros cuerpos se enfrían lentamente y todo va volviendo a la normalidad.
Quince minutos más tarde, Elvira se levanta. La silueta desnuda de su cuerpo se mueve frente la ventana de mi dormitorio, proyectada por la luz de las estrellas. Desaparece de la habitación y suena el grifo de la ducha.
Estoy medio dormido cuando Elvira vuelve a aparecer con la toalla enrollada alrededor del cuerpo y el pelo mojado. Se viste y coge sus cosas.
Justo antes de salir, le digo que ya la veré mañana por la noche. Me lanza un sonoro beso desde la puerta y se marcha.
Cuando digo que ya la veré no lo digo por decir, ya que mañana es sábado y Elvira es la chica responsable de la venta de entradas en la discoteca más exitosa de la ciudad. Si, esa, la misma en donde yo trabajo.
Su pelo es como un suave cielo nublado de cirros resbaladizos que se mueve con gracia y elegancia. No en vano, tocarlo es similar a arrullar la bóveda celestial, pasando los dedos por entre sus rizos como si con las nubes a mi antojo pudiese jugar. Si, es ella, la misma que he nombrado una y otra vez por entre estas paginas, año tras año, día a día, silenciosamente, como si fuese un secreto constante y omitido al que solo mirar desde la lejanía me estaba permitido, deseándola con un anhelo tan poderoso como la mismísima fuerza de la gravedad. Esa gravedad de la que hablo, siempre atrayéndome hacía a ella, ahora me mantiene pegado a su cuerpo de sinuosos valles y bellas colinas. Ese anhelo al que me refiero, fruto maduro de forjar el largo paso del tiempo con una afluencia infinita de sonrisas, enmudecimientos y conversaciones. Ausencia de palabras que no pueden cumplir su cometido. Impotencia de un corazón que ha vibra...
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